miércoles, 23 de noviembre de 2016

La Guerra Fría a través del cine (I): del Telón de Acero, la paranoia y el Apocalipsis nuclear


Tenemos dos botones: lanzar cohete, y lanzar técnico. 

El mayor T.J. 'King' Kong a lomos de una bomba nuclear. Robert de Niro y Christopher Walken jugando a la ruleta rusa. La moto con cohetes de Chuck Norris. Marlene Dietricht actuando en un cabaret del Berlín de posguerra. El horror de Kurtz. La chupa de cuero de Maverick. Nikita über alles. Si existe un medio que haya sido capaz de captar el sentir del siglo XX, sería el cine. 

Pensad en un mundo dividido en dos. Un mundo en el que pulsar determinado botón equivale a la destrucción mutua asegurada, y aun así, los dos bloques mantienen una carrera armamentística sin parangón en la historia de la humanidad. Una época de espías, caza de brujas movimientos en la sombra, sospechas, paranoia y Coca Cola. 

Bienvenidos, pues, al primer capítulo de un especial dedicado al cine producido en Estados Unidos durante la Guerra Fría, en el que abarcaremos desde la caída del Telón de Acero hasta la Crisis de los Misiles de Cuba (más o menos). Próximas entregas recogerán la Guerra de Vietnam o el cine de acción de los 80. Aprovecho para dar las gracias a Jorge y al resto de locos presentes en este blog por la confianza depositada en mí. Comencemos. 

La paranoia ejecutada por Don Siegel 
La premisa de la que parte La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956) es sencilla. El doctor Miles Bennell (Kevin McCarthy, nada que ver con el senador) regresa a Santa Mira, el pueblo donde creció, acompañado de su pareja sentimental (Dana Wynter). Allí,observan que una suerte de psicosis colectiva se ha adueñado del lugar: muchos de sus pacientes afirman que sus familiares han sido reemplazados por impostores. 

El médico, inicialmente calmado y escéptico, no tarda en conocer la verdad. Una amenaza extraña e incomprensible se cierne sobre Santa Mira: semillas venidas del espacio exterior que dan lugar a unas vainas de las que salen réplicas exactas de cuerpos humanos. Dichos cuerpos esperan a que la víctima duerma para suplantar su identidad, y al despertar, el nuevo ser carece de emociones y sentimientos, excepto el instinto de conservación. 

El enfoque inocente propio de la serie B contrasta con el horror de la paranoia. Cualquiera puede ser tu enemigo. Si bajas la guardia te puedes convertir en uno de ellos. En palabras de Alberto Abuín:

“Evidentemente, debajo de esta historia existe una lectura en consonancia con los tiempos en los que la caza de brujas de McCarthy estaba haciendo estragos entre la población americana. Ahora cualquiera podía ser tu enemigo, posiblemente tu vecino. En ese aspecto, el film retrata a la perfección ese miedo colectivo de ser ‘contagiado’ por el enemigo. Un enemigo que se torna en cierto modo invisible, y que puede estar entre nosotros.” 
Me encontré al niño en un repollo...
Hacia el final del film, en el que sólo han quedado sin convertir los dos protagonistas, observamos que todo el pueblo funciona de forma similar a una mente-colmena, en donde no existe voluntad propia ni atisbo de conciencia individual, y todas las conductas son controladas por la comunidad. El diálogo mantenido por el doctor Miles y un antiguo compañero de profesión, ya convertido, resulta muy revelador: 

 “-Mientras están durmiendo, absorberán vuestros cerebros, vuestros recuerdos, y volveréis a nacer en un mundo sin preocupaciones. -Donde todos seremos iguales. -Exactamente. -Vaya un mundo. (...) No quiero formar parte de ello. -Has olvidado algo, Miles. Que no puedes elegir.” 

La película capta de forma clara la percepción que la sociedad americana tenía del comunismo. Una amenaza externa e incomprensible que puede actuar en el momento en el que la sociedad estadounidense deje de velar por la preservación de sus principios, y que puede terminar por eliminar todo rasgo de individualidad, convirtiendo al ciudadano en parte de una masa igualitaria. Posteriores revisiones han dado lugar a interpretaciones de rechazo al fascismo o al conformismo propio del capitalismo, alimentadas por la calculada ambigüedad de la película. Sin embargo, y sin atisbo de duda, La invasión de los ladrones de cuerpos es un perfecto ejercicio de la paranoia anticomunista propia de su tiempo. 


Berlín intramuros: el genio de Billy Wilder 
Las dos películas que Billy Wilder hizo ambientadas en Berlín estuvieron literalmente adelantadas a su tiempo, pues el azar o el destino quisieron que Berlín, Occidente (Billy Wilder, 1948) fuera estrenada un año antes de la formación definitiva de las dos Alemanias; y Uno, dos, tres (Billy Wilder, 1961) se rodó meses antes de la construcción del Muro de Berlín, estrenándose semanas después de la erección del mismo. 

Berlín, Occidente narra la llegada de un comité de congresistas estadounidenses a Berlín en 1947, con el objetivo de valorar el nivel de moral de los militares allí presentes. Entre los citados congresistas, se encuentra la congresista Phoebe Frost (Jean Arthur), que comienza a tener sospechas de que uno de los militares tiene relaciones con la cabaretera Erika von Schlutöw (Marlene Dietrich). De Erika se cree que mantuvo lazos con importantes figuras del Partido Nazi, como Goebbles o Göering. Así pues, Phoebe obliga al capitán John Pringle (John Lund) a ayudarle en la investigación, sin saber que en realidad John y Erika son amantes. 


"Marlene Dietricht y Berlín son la misma cosa"
Cameron Crowe en Conversaciones con Billy Wilder afirmaba que “en la escena que la congresista Jean Arthur recorre en Jeep la Alemania desgarrada por la guerra (...) advierte que existe gran confraternización entre americanos y alemanes”, si bien el eje del film es el amor culpable de los personajes de Lund y Dietrich, secreto a los ojos de la emanación de la versión oficial, la congresista Phoebe Frost, que termina desencadenando un triángulo amoroso cuando la congresista se rinde a los encantos de John (inolvidable secuencia del archivo). 

La película juega constantemente con la tensión sexual presente en los diálogos que John mantiene con las dos féminas. En el caso de Phoebe: “¿Cómo sabe tanto de ropa de mujeres?”, a lo que John contesta mientras le ajusta el vestido: “Mi madre llevaba ropa de mujer”; y con Erika: “Me gustaría construir un fuego a tu alrededor, rubia hechicera”. Wilder plantea este triángulo de forma inteligente, reflejando la duda de Estados Unidos (John) entre el abrazo a la Alemania derrotada (Erika) o la primacía de los intereses norteamericanos (Phoebe). 

Así pues, Erika y Phoebe admiten estar enamoradas del mismo hombre, y tras numerosas vicisitudes, Erika es detenida y destinada a un campo de trabajo, y Phoebe termina junto a John, una aguda y dolorosa metáfora. “Marlene Dietrich y Berlín son lo mismo”, dijo Wilder en su momento. La división de las dos Alemanias y la posterior construcción del Muro de Berlín le darían la razón. 

Precisamente, Uno, dos, tres está ambientada en el Berlín de justo antes del Muro. El representante de la Coca-Cola en la RFA, MacNamara (James Cagney), se plantea introducir dicha bebida en la RDA con el fin de fortalecer su posición en la compañía. Sin embargo, MacNamara empieza a verse envuelto en diversos compromisos familiares y diplomáticos, siendo el de mayor importancia el que la hija de su jefe en EEUU (Scarlett Hazletine) se enamore y se case con un joven militante comunista, Otto (Horst Buchholz). 

La sátira es constante y mordaz, alimentada por el ritmo vertiginoso que imprime James Cagney a la película, a lo que es necesario sumar la delirante dirección de Wilder y el guión cáustico en el que el propio Wilder e I. A. L. Diamont disparaban a dar contra todo y contra todos. 


"Russki Go Home"
Nadie está a salvo de la ácida ironía de Uno dos tres. Ni los vestigios de la Alemania nazi rápidamente reconvertida al comunismo (la película se abre con una manifestación en la que una pancarta gigante reza ‘Nikita über alles’, mezcla de Nikita Kruschev y el primer verso de la letra del himno alemán en el período nazi Deutscheland über alles), los propios comunistas (en un momento dado, el retrato de Kruschev se cae para descubrir el de Stalin y, a posteriori, el de Lenin), la actitud ambiciosa del capitalismo encarnada en el personaje de Cagney y, sobre todo, las relaciones entre norteamericanos y soviéticos. 

Como muestra de esto último, queda el siguiente diálogo entre Mac Namara (que el nombre del representante de la Coca Cola coincidiera con el Secretario de Defensa de Kennedy no es casualidad) y los tres miembros de la delegación soviética: 

“-¡Ni hablar caballeros, la fórmula no sale de nuestra casa! Se la damos a ustedes y a los cuatro días la China comunista ya la tiene. 
-Si no fórmula, no trato. 
-¡Bien, no trato! 
-No nos hace falta, si queremos Coca Cola la inventaremos nosotros. 
-¿Ah, sí? En 1956 enviaron una botella de Coca a un laboratorio secreto de Moscú. Una docena de sus mejores químicos se volvieron locos analizando los ingredientes, ¿o no? 
-¡Sin comentarios! 
-En 1958 situaron a dos agentes secretos en nuestra oficina central de Atlanta para robar la fórmula ¿Y qué ocurrió? Que ambos desertaron y son ahora prósperos hombres de negocios que sólo roban al fisco, ¿o no? 
-¡Sin comentarios! 
-El año pasado sacaron ustedes una pobre imitación, la Kremlin Cola. Fueron a probarla a los países satélites pero ni los albaneses pudieron bebérsela. La usaron para bañar cabras, ¿o no? 
-¡Sin comentarios! 
-¡Así que o pasan por el aro o no hablamos más! 
-Mi querido amigo americano, en toda negociación siempre hay un toma y daca... ¿Es que no se fía de nosotros? -Sin comentarios...” 

La película estaba inspirada en una obra que triunfó en Budapest y en Broadway, Egy, kettó, ha’rom (1929) y a su vez, por Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939) que Wilder coescribió. José María Caparrós Lera sentencia sobre Uno, dos, tres: “En la actualidad, acabadas las tensiones entre los dos bloques -aunque no el sistema capitalista que también critica-, la lectura ideológica de esta película se enriquece, a la vez que perdura como estudio de las mentalidades de un período.” 

Pánico nuclear: Teléfono rojo: volamos hacia Moscú 
Dos años después de la crisis de los misiles de Cuba, Stanley Kubrick se destapa con una película que sintetiza mediante la sátira las consecuencias de la política de disuasión nuclear: el miedo al fin de la humanidad y la dificultad de aceptar esa realidad. El título original de Teléfono rojo: volamos hacia Moscú (Stanley Kubrick, 1964) lo deja bien claro: Dr. Strangelove or: How I Learnt to Stop Worrying and Love The Bomb, lo que traducido al español sería “El Doctor Strangelove -amor extraño- o cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”. 

El inestable general de brigada Jack D. Ripper -sutil referencia a Jack el Destripador- (Sterling Hayden) ordena despegar a su escuadrón de bombarderos por miedo a una invasión comunista, ante la consternación del general Mandrake (uno de los tres papeles interpretados por Peter Sellers). 

Todos los bombarderos son destruidos con la excepción del Leprosería, comandado por el Mayor T.J. “King” Kong (Slim Pickens). El Leprosería, con su tripulación incomunicada, decide continuar el ataque. El final de la humanidad parece inevitable, dado que los soviéticos han puesto en funcionamiento un dispositivo nuclear que se dispara automáticamente si una bomba explota en el interior del país. El presidente de Estados Unidos, Merkin Muffley (Peter Sellers), intenta evitar la catástrofe desde la sala de guerra, en la que están presentes el embajador soviético Sadesky (Peter Bull) y el Dr Strangelove (Peter Sellers), un antiguo científico nazi inválido que ejecuta saludos nazis aleatoriamente y que se refiere al presidente como ‘Mein Führer’. 


"Mein Fuhrer..."
José María Caparrós Lera se refiere a este film de la siguiente forma: “Una original sátira cómico-macabra sobre el peligro nuclear y la actitud belicista de los dos bloques entonces enfrentados”. A su vez, Teléfono Rojo recoge varias de las ideas fundamentales que poblarán la filmografía de Kubrick: el pesimismo crónico hacia la raza humana, la poca confianza en sus instituciones y el miedo a la muerte. 

Estas ideas están en perfecta sintonía con el sentir general de la población estadounidense, consciente de que la humanidad ha estado al borde de la extinción tras los sucesos de Cuba, y más allá de eso, con el pesimismo y el desencanto derivados del asesinato del apreciado presidente Kennedy. El pesimismo rayano en la locura por la cercanía del fin queda brutalmente plasmado en la escena que marca el final de la película. 

De esta manera, Javier Memba detallaba al respecto: “¿Cómo olvidar, sin ir más lejos, ese plano de Teléfono Rojo en el que el Mayor T.J. ‘King’ Kong se sube a la bomba atómica con la que se dispone a ‘planchar el mundo’ como si fuera el toro de un rodeo y se deja caer con ella?”

Como colofón, quedan las palabras de Antonio Castro sobre el film, con motivo del ciclo dedicado a Stanley Kubrick en San Sebastián en 1980: 

“El hecho de que existan armas capaces de destruir el planeta le parece una monstruosidad a Kubrick, pero el que la utilización de tales armas esté en manos de inútiles, incapaces, borrachos, estúpidos, irresponsables, que pueda producirse un accidente, o que ni siquiera su utilización dependa de la voluntad humana saca de quicio al americano, porque opina que, tomándose las molestias que se toma para no morir, no tendría demasiada gracia desaparecer a consecuencia de un accidente o e la locura de un irresponsable. Además, abandonando el punto de vista subjetivo, la posibilidad objetiva de desencadenamiento de un ataque nuclear es muy considerable en el frágil equilibrio de terror que las grandes potencias mundiales están empeñadas por mantener.”

REFERENCIAS 


Crowe, Cameron (2005). Conversaciones con Billy Wilder Madrid: Alianza Editorial,

Caparrós Lera, J.M. (1997). 100 películas sobre historia contemporánea. Madrid: Alianza Editorial

Memba, J. (2008). Historia del cine universal Madrid: T & B Editores

Castro A., Díaz V. Stanley Kubrick (1980). San Sebastián XXVIII Festival Internacional de Cine

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